

Muestran en Londres el lado rebelde de la imaginación de Victor Hugo
Escrito por: Tomado de Internet
Victor Hugo (1802-1885) no sólo fue un gigante literario del siglo XIX, sino también un pintor, aunque pocos lo sepan. Él mismo minimizaba sus dibujos, llamándolos cosas salvajes, pero en realidad eran sofisticados experimentos artísticos: herramientas táctiles y metafísicas que unían realidad, memoria y fantasía. Funcionaban como refugio mental y ancla creativa.
Hugo creó más de 4 mil dibujos –siempre en papel, por lo que rara vez se exhiben–, independientes de sus libros. Incluso en Los trabajadores del mar (1866), una de las novelas más destacadas del periodo de madurez, pidió integrar ilustraciones, algunos dibujos precedieron al texto, revelando que para él ambos lenguajes eran procesos creativos paralelos y complementarios.
La muestra Cosas asombrosas: Los dibujos de Victor Hugo, en la Royal Academy of Arts hasta el 29 de junio, reúne 70 obras seleccionadas entre las cerca de 3 mil que se conservan, revelando el lado más íntimo, libre y rebelde de su imaginación.
Curada por Sarah Lea, la exposición fue organizada con la Maison de Victor Hugo, que resguarda la mayoría de sus dibujos, y la Biblioteca Nacional de Francia, heredera de todos sus manuscritos.
El título de la exposición retoma una frase de Van Gogh sobre la obra de Victor Hugo, posiblemente referida a sus dibujos, desconocidos hasta su primera muestra póstuma en 1888. Fue en el siglo XX cuando la crítica y los artistas –especialmente los surrealistas– lo redescubrieron. Su influencia se advierte en figuras como Max Ernst y se considera uno de los pocos escritores cuya obra puede incorporarse en la historia del arte.
Sus dibujos, intuitivos y antiacadémicos, desafiaban el ideal neoclásico dominante. Hugo defendía el Romanticismo, aplicando técnicas que prefiguraban tanto el simbolismo como el automatismo surrealista, aunque con otro propósito.
Mientras los surrealistas remplazaron lo sobrenatural por el inconsciente, Hugo practicó el espiritismo como conexión literal con lo invisible. Sin embargo, ambos compartían el impulso por liberar la creación de ataduras racionales y sociales para develar una verdad más profunda.
Trabajaba en estado de seminconsciencia frente al papel blanco usando objetos inusuales; por ejemplo, las barbas de la pluma para que las nubes derramen torrentes de lágrimas, escribió.
A diferencia de su escritura –grandiosa, política y moral, como Los miserables–, sus dibujos eran íntimos y espontáneos, hechos para sus allegados o incluidos en cartas, no pensados para el público.
Testimonios describen cómo vertía café o tinta sobre el papel, lo extendía con los dedos o una esponja, lo dejaba secar y luego lo retocaba con plumas de distintos grosores, aguadas bermellón, contrastes azules y toques dorados. Algunos lo vieron presionar la pluma hasta hacer crepitar la tinta, salpicando gotas que moldeaba en castillos, bosques o lagos.
Todos sus dibujos comparten un tono ahumado, rojizo y matizado, que el azul pálido de las salas suaviza. Al final de la exposición, en cambio, las paredes azulmarino intensifican las escenas sombrías: castillos flotantes en la bruma, serpientes de fuego, pulpos y arañas gigantes, hombres ahorcados y su dibujo más famoso: un hongo venenoso en un paisaje apocalíptico, cuya forma evoca inquietantemente la explosión de una bomba atómica.
Paisajes lunares
Victor Hugo comenzó dibujando caricaturas satíricas antes de los 30 años, primero para entretener a sus hijos y luego como una forma de registrar sus impresiones durante los pocos viajes que realizó. El dibujo también le sirvió de refugio introspectivo frente a escándalos amorosos, pérdidas familiares y su intensa vida política.
La trágica muerte de su hija Léopoldine en 1843 marcó un giro crucial: el arte se volvió un antídoto terapéutico y una vía de liberación creativa. Hacia 1847 –mientras escribía Los miserables y los poemas de Les contemplations– su obra gráfica alcanzó una nueva profundidad.
Sus dibujos dejaron atrás el tono amateur para volverse más complejos y refinados, empleando tinta, crayones, carboncillo y lápices litográficos, explorando temas de gran carga poética y una especial atracción por la luz del crepúsculo.
Este cambio se consolidó en el taller improvisado que instaló en casa de su amante Juliette Drouet, quien impulsó activamente su trabajo artístico. Allí, hacia 1850, creó sus obras maestras y de mayor formato, como El castillo con la cruz, símbolo de su fascinación por el Medievo y las arquitecturas de encierro, influido por las cárceles del grabador italiano Piranesi.
Entre ellas destaca, de forma asombrosa, Taches –planetès (hacia 1850, Louvre), obra creada 60 años antes del nacimiento de la abstracción y más de un siglo antes de la llegada del hombre a la Luna. Se trata de un paisaje protoabstracto donde Hugo, según relató a Baudelaire, mezcló lápiz, carbón, sepia y hollín, empapando el papel con agua y tinta para lograr texturas de resonancia cósmica.
En el mismo tono entre galáctico y surreal, resalta Ojo-planeta (alrededor de 1854), una esfera flotante que remite a la célebre litografía de Odilon Redon El ojo como un globo extraño se eleva hacia lo infinito (1882), usada por Baudelaire en su primera traducción de Edgar Allan Poe.
Victor Hugo fue una figura contradictoria que combinó fama masiva –a su funeral de Estado asistieron 2 millones de personas– con activismo político, exiliándose 18 años en las Islas Canal tras el golpe de Estado de Napoleón III en 1851, quien disolvió la Segunda República Francesa. No regresaría a Francia hasta la caída del usurpador, a pesar del armisticio a los opositores, convirtiéndolo en un símbolo de la causa republicana y de los derechos humanos. Hugo se opuso tanto al esclavismo como a la pena capital, lo que expresó en su novela El último día de un hombre condenado (1829).
En Guernsey, la isla donde se exilió realizó el escalofriante Ecce Lex (1854), que muestra el cuerpo del hombre colgado en la penumbra y que reutilizó en protesta por la pena capital contra el abolicionista estadunidense John Brown (1861), la única de sus obras que, convertida en grabado, circuló públicamente.
Entre lo íntimo y lo público, la tinta de Victor Hugo trazó no sólo paisajes imaginarios, sino también convicciones profundas: su arte, como su palabra, fue siempre un acto de conciencia.
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