Muestra explora cómo Van Gogh cambió la realidad con imaginación poética
Escrito por: Tomado de Internet
Me sucedió en la sala dos. Hay seis en la primer gran exposición de Van Gogh en la National Gallery, de Londres –no menos de 61 obras de arte reunidas minuciosamente de museos y colecciones privadas alrededor del mundo–. Todas son del periodo 1888-1890, antes de que el pintor se mudara a Arles, en el sur de Francia, y después de mudarse de nuevo a Auvers-sur-Oise, en las afueras de París, en los pocos meses antes de su muerte, a los 37 años, en julio de 1890, a causa de una herida autoinflingida de bala.
Muchas fueron pintadas durante el año que el artista pasó en el asilo en Saint-Rémy-de-Provence, en las afueras de Arles. En conjunto, representan el gran florecimiento del genio de Van Gogh, y hay varias obras maestras reconocidas. La muestra tiene un tema, por supuesto, al que llegaremos –pero primero, tarde que temprano, si visita esta exposición, es probable que a usted también le pase. Estará mirando un cuadro y su corazón estallará de alegría.
Me sucedió mientras contemplaba a El jardín del manicomio de Saint-Rémy (1889), una de las primeras obras que Van Gogh pintó después de que se internara voluntariamente allí para recibir tratamiento médico en mayo de 1889, después de meses de salud mental inestable luego de que cortara su oreja con una navaja, en diciembre de 1888.
Van Gogh estaba confinado en su habitación y en los jardines del hospital en ese momento, pero se deleitó con la extensión desbordante de árboles, arbustos y pastizales que descubrió ahí.
El jardín estaba en flor cuando llegó y este cuadro de un rincón sombrío, sin gente, es a la vez relajante y rebosante de color. En la misma habitación está Iris (1889), pintada en un cartón porque el artista se había quedado sin lienzo. Es una maravilla.
La capacidad de Van Gogh para provocar emociones intensas en el espectador es casi única en el canon occidental. En los años recientes, ha parecido a veces como si su reputación hubiera ido decayendo, incluso entre los posimpresionistas: se dice que Cézanne fue el artista más grande; Gauguin, el más influyente. Es cierto que tal vez ninguno de los dos haya sufrido de una excesiva familiaridad como Van Gogh; uno se pregunta si la ubicuidad de obras como Los girasoles y La noche estrellada ha comenzado a cegarnos ante la profundidad de su talento.
Van Gogh fue un artista enormemente productivo; obras aquí, como Los grandes plátanos: reparadores de caminos en Saint-Rémy (1889) o El viñedo verde (1888), tomadas de Cleveland, Ohio, y del pueblo de Otterlo en los Países Bajos, respectivamente, que parecen absolutamente frescas. Van Gogh pinta con una pasión tan sincera que los lienzos, especialmente los de estos años, cuando estaba en su momento más angustiado y acosado por una sensación de fracaso, transmiten algo que parece trascendente, más allá de hablar de composición y estilo.
De cerca, por ejemplo, es posible ver cómo su técnica de pincelada evolucionó desde el divisionismo, en el que la pintura se aplica directamente, sin mezclar, para no atenuar la intensidad del color original del tubo. Sin embargo, aquí, en presencia de esas pinceladas rotas y esos gruesos pegotes de pintura, lo único que sorprende es cómo las obras cobran vida con una viveza que es imposible de transmitir en láminas y reproducciones. La mancha blanca a la derecha del árbol en El sembrador (1888) parece casi accidental, las estrellas brillantes en Noche estrellada sobre el Ródano (1888) brillan sobre un mar tan oscuro y azul que las capas de impasto podrían tener brazas de profundidad.
La exposición Poetas y amantes explora cómo Van Gogh utilizó su imaginación poética para transformar la realidad. Abandona la perspectiva formal en la magnífica El dormitorio (1888), convierte a un compañero de copas en un ser mítico (con piel de tonos verdes) en El amante: Retrato del teniente Milliet (1888) y a la propietaria del café local en un arquetipo regional en dos versiones de La arlesiana (1890).
Bellamente diseñada
La muestra también muestra con orgullo un tríptico que dibujó él mismo en una carta a su hermano Theo, dos pinturas de girasoles pintados con un año de diferencia que flanquean La Berceuse: La canción de cuna (1889). Uno se pregunta por qué lo sugirió. Tal vez porque su figura central –Augustine Roulin– tiene un rostro y un cabello de color amarillo y dorado reluciente: una mujer girasol, sentada en el centro.
La exposición está bellamente diseñada, con cada habitación; incluso, los bancos que hay en ellas son de un color diferente. Amarillo brillante para la sala cinco, que contiene un tríptico: un verde plateado que sugiere el color de las hojas de olivo en la sala seis. La señalización se mantiene al mínimo: títulos sin leyendas, que se encuentran en un panfleto separado. Sólo se es uno y las pinturas (además de algunos dibujos, que condensan la técnica del artista en su uso de la línea y los recursos compositivos).
Sin embargo, son las pinturas las que permanecen en mi memoria, desde los olivares hasta los viñedos, desde los parques hasta las personas. Hay oscuridad aquí, en los imponentes troncos de los árboles, en la maleza enmarañada, pero también hay muchas maravillas, mucha luz, muchos pequeños placeres, como la encantadora forma en que Van Gogh pinta edificios. La National Gallery claramente quería que esta exposición fuera imperdible. Y lo es.
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